Triada regia

NA MAGISTRAL TRILOGÍA DE LA INTRAHISTORIA ESPAÑOLA
En un salón de palacio, la reina Isabel borda junto a sus damas las camisas de su esposo. En la cámara de doña Juana en Tordesillas asistimos a los últimos delirios de la reina loca de amor. En una celda del convento de Yuste, Carlos V se despide de la vida en soliloquio con el fantasma de su hijo favorito, Juan de Austria. Lo cotidiano, lo trágico, las reflexiones ante el más allá de un emperador con el pie en el estribo.
Isabel, la Católica, borda las camisas del rey, Fernando. Cuando el monarca llegue a la sala de estar de palacio, en el último instante de la pieza (de un enorme efecto teatral), en los dominios íntimos de la reina habremos convivido con Beatriz Galindo, “la Latina”, uno de los personajes femeninos más apasionantes, inteligentes y cultos de la historia española; Hernando del Pulgar, cronista y secretario real, el autor de los Claros Varones; Antonio de Nebrija, el fundador de nuestra Gramática y sabio en muchas materias; Cristóbal Colón, “maestro de los vientos y experto en corrientes y fases de la Luna”; el príncipe don Juan, que dará ocasión a una erudita disertación sobre el arte de montar y la caballería en general… Pero desfilan también personajes anónimos, que sirven para revelar el carácter de la reina, su personalidad política y humana, su rigor y su tolerancia: un prisionero, un mercader, su confesor. Hay escenas de enorme simpatía, como la que protagoniza el bufón don Manriquillos con las infantas Isabel, Juana y María; una suerte de secuencias que nos trasladan algunas de las preocupaciones de la época, como la administración de la Justicia (“Estoy obligada a maridar la justicia con la misericordia”, dirá Isabel); la instauración de la Inquisición o el proyecto de un viaje al Nuevo Mundo. No faltan referencias puntuales a algunos tópicos isabelinos que han llegado al acervo popular: “Mientras Granada no caiga en nuestras manos, nadie me ha de ver mudarme de camisa”; sus celos por las andanzas amorosas de Fernando y su castiza franqueza frente a este tema (aunque no podemos ignorar que, en alguna ocasión, Isabel no sea sino el alter ego de la propia autora): “Con tanta libertad como tiene un varón para engendrar hijos, ¿me debe extrañar que llamen a la nuestra `época de bastardos”… Aunque en algún momento diga Isabel de sí misma que «La vida me ha hecho fuerte y un punto varonil”, no falta una escena de estupenda ternura maternal, cuando toma de la cuna a la pequeña infanta Catalina para tatarearle una nana. En este microcosmos donde lo cotidiano y lo político se fusionan de modo sencillo y natural, pone fin a la estampa, que no desearíamos que acabase tan pronto, el anuncio de la llegada de Fernando. Todos se levantan para gritar los vivas correspondientes. Todos menos Isabel. Que tanto monta monta tanto.
De lo cotidiano pasamos a lo trágico. “Juana la loca: la reina prisionera” es un fragmento estremecedor de este retablo, un tapiz lleno de dolor y angustia. La tragedia griega -de la que Encarnación Ferré es gran conocedora- impone aquí el acento, el tono, la expresión. Una locura de amor en toda su crudeza. Y un texto que está a la altura dramática de los mejores que sobre este episodio casi legendario -que hace par con Romeo y Julieta, o Los amantes de Teruel- ha frecuentado la literatura española. “Cruces me hago de que haya soportado estar aquí casi cincuenta años”, confiesa el marqués de Denia a la expiración de la atribulada reina en su palacio-cárcel de Tordesillas. Nada más expresivo para calificar el drama de la torturada protagonista.
Pero Encarnación Ferré ha sabido llegar a ese final del calvario regio con maestría. Deteniéndose también en lo cotidiano, en lo íntimo, en lo personal. En la intrahistoria de unos hechos que hay que recrear para poder penetrar en ellos. Y ahí está la mano de la autora. El diálogo es rotundo, palpitante, estremecedor. Aparecen también una serie de personajes: Fernando el Católico, Juan de Padilla, el marqués de Denia, Francisco de Borja, su hijo, el emperador Carlos… El contexto político de la época aflora en varias referencias a las guerras y a la rebelión de los Comuneros, pero es el drama personal de Juana el que lo domina todo. Las escenas más tiernas tendrán como interlocutora a Fátima, su criada mora, como cuando recuerda al perrico y al conejillo de su infancia, o cuando rememora a Felipe el Hermoso, que la enamoró perdidamente: “Fue este corazón el responsable de aquel arrebato que sentí en cuanto nuestros ojos se cruzaron”. O su encuentro con una lavandera, a la que oye cantar una tonadilla y que hace exclamar a la atribulada Juana: “¡Como te envidio! Si yo no fuese reina, podría andar libre por los campos”.
La celda del monasterio de Yuste se llena de fantasmas. El que fuera gran emperador de Occidente, Carlos V, conversa con su pasado, pero, sobre todo, con su bienamado hijo Juan de Austria, el ilegítimo, el predilecto, al que da lecciones ilusorias del manejo de la espada, de estrategias eficaces para vencer en la batalla o advertencias de buena gobernanza. Casi como un guiño de la autora aparece Monzón, la ciudad natal de Encarnación, ciudad donde se celebraron Cortes, la ciudad del Cinca y del Sosa. Esta tercera y última pieza de la trilogía se convierte casi en un diálogo doctrinal entre el gran emperador y su hijo favorito, al que da sus últimos consejos. No dejan de aparecer en sus delirios nombres como los de Barbarroja o Juanelo, el gran constructor de ingenios mecánicos, que el monarca recuerda siempre que se entretiene montando y desmontando un gran reloj de sobremesa, que, como un leit-motiv dramático de la autora, marca sus horas postreras. Un soliloquio con el reloj, le permite reflexionar sobre el concepto del tiempo y, al paso, del vicio que más abomina, la avaricia. En el transfondo, la figura de Felipe II, su sucesor en el trono, al que “parece que reinar le supone penoso sacrificio”.
Con “Tríada regia”, Encarnación Ferré teatraliza no sólo el destino de tres figuras históricas esenciales en la construcción de la identidad de una nación, sino que recrea toda una época, con sus hechos y personajes protagonistas que ponen rostro a las preocupaciones e inquietudes de esas Españas que todavía hoy se hacen problema. Y lo logra con la plasticidad, la sencillez y la elegancia de un retablo medieval, de un fresco gótico, de un tapiz renacentista; con la espontaneidad y la esencialidad que el arte dramático requiere cuando se hace arte mayor, cuando se da a la palabra toda su grandeza comunicadora, todo su esplendor. Una obra emocionante, sabia, magistral. Una obra regia.

Juan Domínguez Lasierra
Escritor y Periodista