Del Amor Infinito

Amar, escribir, ser

La lírica siempre crea problemas. Hoy es el de su marginación. Ha habido épocas en que era la voz del pueblo. Lo que la gente no decía pero presentía, se lo decían los poetas. El aire que respiraba era el de la aceptación y el respeto. Pero hoy, ¿qué dicen los poetas?, ¿de qué y a quién hablan? En el inmenso proceso de complejificación que es la dinámica social, los hombres han encontrado otros modos de decir sus intereses. Y ¿qué pasa con el amor? Freud llevó demasiado hondo su candil y hay cierto recelo de la poesía hacia esa especie de vigilantes en que muchos críticos psicológicos se han convertido. El recelo surge no solo de la sospecha freudiana sino hacia toda especialización intelectual del arte.
Encarnación Ferré ha descendido hasta la escritura del amor. Libre y decidida. Comenzó por esa objetivación intimista que es Hierro en barras; ojo que todo lo ve y nada tolera, y estalla ahora en este revolverse del amor mismo en escritura, en pregunta, en premonición y recuerdo. Encarnación toca fondo en su libro Del amor infinito porque se identifica con el monstruo que la ataca y la constituye. El amor no es una experiencia. Es su condición. Desde un hablar de las cosas y de la vida, Encarnación Ferré ha logrado que sea el amor quien hable. Y el amor no solo comunica: el amor se expresa.
Por las duras páginas de esta batalla indefinida, amar, escribir, ser, son la trilogía mágica que hace a la poeta ser un punto más altiva que la Muerte.
Perviven en nuestra cultura dos visiones del amor. La popular y espontánea lo sueña color de rosa: felicidad en que todo deseo es satisfecho, en que nos sentimos incluso buenos y que hace desaparecer todos los resquicios de la envidia, de la agresión y del conflicto. Deseo, moral y sociedad se dan la mano en la armonía más acabada y perfecta. Amar, ¿no es nuestra ilusión? Pero la tradición literaria es pertinaz: el amor es lágrimas, sollozo. (Casi toda la tradición europea, desde Eurípides y Ovidio, pasando por Shakespeare, hasta Novalis, Aleixandre o Neruda, reincide). En esta tradición se asienta Ferré y desde su personal vivencia recrea y reencuentra la cruz de todo erotismo. Tradición no es pervivencia de fórmulas literarias. Y aquí quisiera indicar brevemente las claves antropológicas de tal concepción. Así distinguiremos mejor la singularidad de Ferré.
Al pensar el amor lo vivimos como ‘experiencia privilegiada’. Sería muy difícil encontrar alguien que afirmara que el amor es para él una experiencia como otra. Potencia al máximo nuestras capacidades sin esfuerzo ni tensión. Todo lo que somos lo encontramos en ese momento privilegiado. Cuando la rutina nos hace casi olvidarnos de nosotros mismos, el horizonte del amor nos estimula: podemos ser otros, mucho más verdaderos y gigantes. El amor nos constituye en nuestra plenitud. (Los poetas han expresado este momento constituyente del amor con la imagen del amanecer: cuando todo está claro y limpio y comienza). Y esta identidad, queramos o no, nos aísla al configurarnos. El amor es solo mío; no hay transferibilidad posible. Ni siquiera en los casos de amor correspondido el otro puede vivir de mi amor ni yo del suyo. Todo lo más, podemos ser generosos. Pero cada cual debe padecer su propio amor. El amor no se compra, dice el refrán. Y es que nadie tiene el poder de otorgar el ser. El amor es solitario -¡¡quién lo iba a decir!!- y la soledad no es desamor sino la plenitud de nuestra realidad. Así, no pocos poetas, reiteradamente, han percibido la insociabilidad del amor. Frente a una sociedad que exige capacitación y que solo busca en los individuos lo que puedan ‘aportar’ (funesta palabra) a la reproducción del conjunto, el amor nos cualifica como absolutos; sin restricciones ni finalidades. Y nada debe extrañar que en la poesía amorosa de Encarnación Ferré la sociedad no aparezca ni siquiera como queja porque la poeta está en otro lugar.
La seguridad de que somos nos atosiga pero el amor es siempre un sido. El tiempo del amor es el pasado; su lugar está siempre en otra parte. El momento de su dicha es el pretérito, un pasado ya perdido. El amor es el horizonte que nunca se alcanza y se desplaza al avanzar. Quisiéramos convertirlo en cosa, en posesión, pero al echar la mano se esfuma como Eurídice ante la mirada.
Después de probar esta conciencia de dioses, como dice magistralmente Encarnación, solo podemos sentirnos disminuidos. No se trata de que haya azares o circunstancias fortuitas que nos impidan gozar. Lo que nos impide gozar es la propia inmensidad del amor. Lo mismo que nos sublima nos degrada. El amor es imposible. Pero ¿quién sería capaz de renunciar a su identidad? No podemos; queramos o no, estamos en ella. Y ese estar es la memoria. Añorar, relatar un pasado, no es solo traer a la mente un momento privilegiado del tiempo. El amor no tiene fecha. Nos aposentamos en ese estado visional en que todo comienza. La memoria nos aduce signos. La memoria nos conserva. Y la lucidez del amor no es la del deseo. El amor no es deseo. Es lo que nos hace conscientes de nuestro deseo.
Todo poeta auténtico tiene algo de platónico; de aquel que opinaba que conocer es recordar. La memoria presenta pero, ¡ay!, como ausente. Este ejercicio de insistir, de querer lo mejor (que nunca está), es la repetición. En Ferré somos abocados a esa dolorosa experiencia de necesidad imposible de identidad. Como Rilke, como Herrera, nuestra poeta lo llama osadía. Y es que ella tiene el atrevimiento de meterse donde el dolor no engaña. El poeta será por eso, siempre, un testigo.
No sé si habrá habido alguna vez alguien que se haya propuesto amar. El amor sobreviene y la fidelidad es un añadido. No sabemos el origen del amor. Quizás sea el origen de todo. Pero ésa es una pregunta sin respuesta. El amor, a pesar de su lucidez, es un desconocido. Su misma opacidad nos lleva al silencio de lo que nos rodea.
Esa falta de claridad sobre nosotros mismos se ha expresado en la poesía y en mitos como ‘Tierra’ y ‘Cosmos’. Junto al amor individual hay un amor cósmico que cualifica los lugares y las cosas y les impide caer en la inercia. Y no es extraño que el amor, ese rostro múltiple y uno, sea consustancial al mito: ambos ruedan por esas playas de lo imposible deseado.
La duplicidad y contrariedad del amor las ve Ferré como una inercia sostenida y densa. El pulso se revuelve y anárquico se alza cada vez que el amor desata su potencia brutal. Vienen entonces los ábregos marcando su andadura feroz sobre cada galápago dormido; resucitan todas las caracolas que hace milenios buscan su sonido, y se coloca el sol en su cenit. ¿Quién iba a imaginar que la imagen del amanecer iba a consistir en este desplome que ni los vientos ábregos son capaces de remover?. Aquí se anudan la perennidad, el mundo y la esperanza en la reiteración. Osadía. Ante el hecho inevitable y contradictorio del amor, al poeta solo le queda añorar. Y ésta es la justificación de su escritura. ¿Es quizás sustituto de esa felicidad nunca sida, o goce en ella misma y reiteración de la tortura imposible de amar?
Sorprende en el libro Del amor infinito esa capacidad de su autora para hablar desde dos lugares distintos. El esquema mítico del amor; esta especie de antropología desesperada y rotunda que he querido diseñar, habla en esas páginas como dicen que hablaba la pitonisa: su voz era la de Apolo. Encarnación es un vehículo. Pero hay simultáneamente distanciamiento. La autora comprende y refuerza y desiste. Hay un cierto desapego ante lo que es imposible dejar. Y esta dualidad de implicación y conciencia, más allá de todo caso y retórica, convierte el libro en un espejo: miramos, y nos vemos.
Hay que insistir una y otra vez. Lo que puede librarnos no es la pose ni las grandes palabras utópicas sino la insistencia en el horror cotidiano. Que el mundo es una feria violenta para los violentos y contra los demás. Que la destrucción es norma de vida. Que somos perversos y desdichados. Frente a la sonrisa sin nombre y arropada de la llamada posmodernidad, cuanto más nos conozcamos, cuanto más nos introduzcamos en la suciedad, cuanto más nos manchemos, mayor será nuestra necesidad de respirar.

Frente a los artistas y escritores de la dulce nadería, hay otros, sigue habiéndolos, de la condición humana y sus miserias. Son testigos implacables. Hay una veta de la literatura actual que no quiere renunciar al propio destino.

José Ramón Arana
Catedrático de Filosofía
Universidad del País Vasco