«La vida empieza en Yogue» por Pablo Saz

Cuando comienzo a leer La vida empieza en Yogue de Encarnación Ferré me encuentro con algo impactante: hasta dónde puede llegar el afán de manipulación del hombre. La lectura de la obra ha disparado mi imaginación hacia dos dianas. El respeto a la vida y a los animales, y los interrogantes de la ingeniería genética.
La idea de crear mutantes que puedan dominar y sobrevivir en el mundo se ha llevado al teatro y a la pantalla de cine, aunque también es una realidad en la mente de algunos científicos, unido todo ello a su interés por manipular la vida.
En la ciencia de hoy (quizás como en todas las épocas) se observan dos tendencias. Una la constituye el situar al hombre por encima de todas las cosas; en el centro del universo, poniendo sus intereses sobre todo lo demás. La otra considera al ser humano como una parte más de la vida, compartiendo esta con los millones de especies que entienden y sienten sus necesidades básicas; que son una manifestación del misterio y la maravilla de la conciencia y, cada una a su manera, constituye el centro psicológico de su propio existir. Algunos de estos animales se mueven a nuestro alrededor, acabados y perfectos, con sentidos capaces de ver u oír colores y sonidos que nosotros no vemos ni oímos. Son otras naciones de especies unidas con nosotros en la red de la vida y el tiempo, compañeros del esplendor y el sufrimiento de la tierra. La conciencia de los animales enriquece nuestra propia conciencia y el respeto a la vida, en todas sus formas y especies, es una forma de entender el respeto a nuestra propia vida.
Puede que mis palabras no se interpreten bien, pero voy a intentar dejar bien claro que matar a los toros no es un arte ni matar a los animales un deporte. Sostengo que es necesario respetar la vida de los animales, así como aprender de su forma de vivir y sobrevivir en el mundo.
Sobre el derecho a la vida es hoy en día paradójico que muchos defiendan todo tipo de vida animal, pero consideren como titulares de derechos a los embriones humanos solo desde la formación de la corteza cerebral en la tercera semana después de la concepción. Los embriones, antes de los 14 primeros días, son considerados material biológico utilizable. Proclaman los derechos de los ancianos y los enfermos, pero niegan el derecho a la vida de los que se encuentran en como y legitiman la eutanasia o la manipulación genética como medida eugenésica. También están quienes defienden la vivisección, la pena de muerte, y consideran normal matar al enemigo, al animal o a cualquiera que no sea o piense como ellos.
Lo que distingue al hombre de los animales es su lenguaje, su escritura -en todos los idiomas-, su capacidad de ser autoconscientes, racionales y preocupados. Sin embargo, también hay humanos que no hablan ni escriben, que perdieron su memoria por un alzhéimer, que dejaron de ser autoconscientes porque están en coma, y, aun así, respetamos su vida y los cuidamos como algo valioso. Quizás lo que más define al hombre es su compasión y su capacidad de asombrarse y de respetar y cuidar esta magnífica red de la vida, comprendiendo que forma parte de un universo maravilloso. Y sobre la manipulación genética con la finalidad de evitar el sufrimiento, la enfermedad, habrá que preguntarse en cada uno de los experimentos si evitamos sufrimiento y enfermedad o producimos más desequilibrio, enfermedad y sufrimiento.
El conocimiento, para mí, es una de las bases para educarse en el respeto a la vida y la naturaleza, porque el conocimiento basado en la manipulación de la vida solo es síntoma de una profunda ignorancia. El verdadero conocimiento de la vida va unido a la capacidad de respetar su proceso y maravillarse ante él.
Pablo Saz Peiró
Doctor en Medicina

La naturaleza del artista y otros relatos

Por Jorge Manuel Ayala Martínez. Profesor de Filosofía Universidad de Zaragoza

Encarnación Ferré, novelista, ha llegado a descubrirse a sí misma como una escritora en la que van unidos lo bello, lo poético y lo filosófico. Me bastó leer su trabajo El tributo de Jano para intuir que me encontraba ante una mente soñadora, mitificadora de la realidad al estilo platónico. El mito no nos aleja de lo real; nos aproxima. Hay realidades que por tan próximas a nosotros nos resultan inaprehensibles. Sólo el mito es capaz de ofrecérnoslas con la distancia suficiente para poder tomar una perspectiva y explicarlas. Pero la Vida y la Muerte humanas no se explican, sólo se viven. Por eso han sido más objeto de la religión y del arte que de la Filosofía pura. Encarnación Ferré, ignorándose a sí misma durante mucho tiempo, descubre en su obra una nueva faceta: una vocación metafísica (su vocación y su cruz ) que sabe conjugar la idea con la forma estética. La profundidad se convierte así en claridad (la cortesía del escritor ) y la belleza estética en expresividad.
Al acabar de leer su trabajo se siente aquello que dice Platón en el Fedón: ¿Por qué temer a la muerte si ya ahora estamos más allá de ella? En el conocimiento experimentamos que ya somos inmortales. En efecto; Encarnación Ferré va descubriendo a la Vida y a la Muerte como lo que son; lo que significan para el hombre. La categorización maniquea reflejada en la oposición vida-muerte, alegría-terror, luz-oscuridad, se transforma cualitativamente ante nosotros: Vida y Muerte son la misma realidad, una única realidad. No nos es exterior; nosotros la constituimos. Y como quien va deshojando una flor, Encarnación Ferré describe, explica y nos hace sentir esa realidad que somos. Al descubrirnos a nosotros mismos en esa realidad que somos pero que permanecía extraña a nosotros, algo nuevo ha acaecido: nuestro vivir se ilumina, se apacigua. Es, como si realmente oyésemos a la Muerte decir: No es vencer el alcanzar la meta para la que fuimos ideados. Y al eco respondiéndole: Nacéis todos los días cuando sale el Sol.
Encarnación Ferré se ha sorprendido al descubrir su vocación filosófica. (Tal vez no sabía cómo denominar esta insaciable sed por desentrañar la razón última de las cosas, me dirá). Vivía su inocencia filosófica como otros poetas y escritores filósofos: Machado, Tagore, Juan Ramón Jiménez, Aleixandre. Los poetas, los escritores, instalados en el Olimpo de la palabra creadora, el mundo de Dios, nos transmiten a los mortales un mundo comprensible para la razón (Filosofía) y atrayente para ser vivido (Poesía). En el fondo, ellos ignoran nuestras distinciones filosóficas.

Presentación de Jorge Ayala «Desde la cima bifronte»

DEDICADO A ENCARNACIÓN FERRÉ

Nos conocimos en un aula de la Universidad: ella como alumna y yo como profesor. Algo debí advertir en aquella joven, sentada en la primera fila de bancos, porque no tardamos en entablar una amigable conversación. (Encarna no vestía como las demás sino que portaba un vestido largo hasta los pies, lo cual le daba un aire misterioso). En una de aquellas conversaciones salió a relucir Baltasar Gracián. Eran los años en que el “gracianismo literario” tenía muchos seguidores en España y fuera de nuestras fronteras. Encarnación se interesó por lo que yo estaba haciendo en el campo del “gracianismo filosófico”. Le dejé un artículo para que me diera su opinión, y por este medio descubrí su calidad humana e intelectual. Confieso que su percepción de Gracián me abrió nuevos horizontes.
No sé si aquel encuentro influyó en la trayectoria posterior de Encarnación -por entonces joven autora de la novela titulada -Hierro en barras (Planeta, 1974”-, pero, lo cierto es que Baltasar Gracián, a partir de aquel momento, sigue estando presente, aunque no lo cite, en su producción literaria. En sus últimas obras es donde deja traslucir más claramente su admiración hacia el pensador aragonés, comenzando por el uso del formato manual, es decir, manejable, portátil del libro. Esto se puede apreciar en algunos de sus libros más recientes:
Dietario de un profesor escéptico (2007)
Pensamientos audaces V y VI (2008)
La naturaleza del artista y otros relatos (2009)
Desde la cima bifronte (2017)
Encarnación Ferré expresa en estas obras lo mejor de sí misma en forma de pensamientos sueltos. Al leerlos, inevitablemente nos vienen a la mente los aforismos de Gracián, pero no tanto del Gracián autor del Héroe, del Político y del Oráculo manual, cuanto del Gracián autor de El Discreto. Porque, así como en los tres primeros libros de Gracián priman las estrategias para triunfar en la vida, El Discreto, en cambio, es la reflexión de una persona que ha llegado a la madurez de la vida.
Ateniéndonos a la división que establece Gracián sobre el curso de la vida humana, Encarnación se encontraría actualmente en la tercera etapa de su vida, consistente en “hablar consigo misma”, es decir, “meditando lo leído y vivido, destilando todas las experiencias para sacar las quintas esencias de verdades”. “Comience por sí mismo el Discreto a saber sabiéndose, escribe Gracián, porque toda ventaja en el entender lo es en el ser”.
Encarnación Ferré es una admiradora de Gracián, pero no una imitadora en el sentido material de la palabra. Ni de Gracián ni de ningún otro, añadimos. El contenido de su obra Desde la cima bifronte son pensamientos sueltos, y así deben ser leídos. No responden a un proyecto ético-moral o estético preconcebido que desea transmitirnos. Por eso no los divide por temas, o por capítulos, como hace Gracián. Son más bien una confesión humilde de cómo ella enjuicia la variedad de situaciones que nos plantea la vida.
En estos pensamientos no hay críticas ni lamentaciones, sino más bien una incitación serena al optimismo, a confiar en uno mismo a pesar de las dificultades, a preferir el bien moral por encima de todo. “Tranquiliza sentirse exento de mal intencionado; vivir respetando el universo. Renunciaré a cuanto pueda emponzoñarme la conciencia…”.
Esta sabiduría de la vida que nos presenta Encarnación Ferré tiene valor universal. Es una aportación, aunque breve, al arte de saber vivir, que ha sido la aspiración de la Filosofía desde su origen.

Jorge Manuel Ayala Martínez
Profesor de Filosofía
Universidad de Zaragoza

Carta de amor a Encarnación Ferré

Alberto Jiménez Liste
Profesor de Literatura

Querida Encarnación:  En cierta ocasión me atreví a decirte que tu literatura me parecía diamantina. Mi natural timidez no me permitió seguir mucho más allá en mis divagaciones, así que aprovecho la oportunidad que me brinda el papel y la soledad para confesar mi amor por tu labor literaria de un modo más extenso. Como tú bien sabes, al hablar estamos atados a avatares de la circunstancia, de manera que solo al escribir llegamos a expresar lo que queremos; a domar esa herramienta rebelde y caprichosa a la que llamamos lenguaje (si las musas nos sonríen). Así las cosas, espero que el aliento de estas inspire las líneas que quiero dedicarte.
Desde que comencé a leer tus Cartas de desamor intuí que algo nos hermanaba: el respeto por la literatura. En estos tiempos que corren, donde a muchos gusta jugar a escritores, movidos por esas fanfarrias estériles que crea una sociedad para la que todo es mercado, tus palabras se me antojaron desnudas de vanidad; como si buscaran un sentido que hiciera del discurso algo auténtico y, por ende, artístico. Tu literatura no es belleza entendida como pose sino como trascendencia. Ignoras lo fácil abrazando lo complejo. Obvias lo placentero y te entregas con frenesí al beso del éxtasis del dolor de crear, pues crear es aprender y quien aprende siempre sufre.
Tras tus letras late una labor de cuidadoso acabado para crear esa diamantina sensación a la que me refería al comienzo de esta carta. Leyendo Dietario de un profesor escéptico sentí que venías de naufragar en las procelosas aguas de lo caótico; esas que todo artista conoce y de las que toma la materia que irá puliendo hasta lograr el hermoso espejo que refleje lo que existe más allá (tal como se pule el carbón hasta que surge el diamante). Tú sabes, Encarnación, que más debe el buen hacer a aquello que se relega al silencio que a lo que se explicita; que de los sublimes terrenos de la Arcadia solo permite el vate que se vislumbre un resquicio. Porque escribir es silenciar, pues al escoger una palabra asesinamos con sutileza posibilidades infinitas, y sé que has sufrido, tal que Flaubert, en soledad y silencio, por gestar la oración exacta, el texto preciso (llámese Saturna, Hierro en barras, Pensamientos o este que aquí y ahora nos convoca). Por eso, las mejores cartas no deberían tener destino —hablo de las 13 cartas sin destino— para que nadie sea testigo de la literatura entendida como pasión criminal, de la literatura que está más cerca de la locura; ese terreno que quizás deba conocer todo artista, pues, solo tras visitar los infiernos se es capaz de expresar las bellezas. Yo invoco la obra de Sade, de Thomas de Quincey, pues quizás sean sus textos recuerdo de lo vivido más allá de la razón —como tus Memorias de una loca— o, mejor dicho, como toda memoria, que no es siempre sino un mal sueño de lo que fue: ¿una meditación? En este sentido, también los textos son memoria, pues no solo evocan a quienes los escriben sino que despiertan en el lector lo que ya creía olvidado. El texto pervive además gracias a la repetición, pues todo texto es memoria de sus ascendientes; rendido homenaje a los antepasados; alumbrador de continuadores.
El ser humano siempre recuerda, pues sabe que todo él es fruto de lo anterior: no solo de lo vivido, sino también de lo leído y de lo soñado. Fiel a esta idea, también te has permitido el inmenso placer de adaptar a los clásicos (véanse tus obras Clásicos en el aula y Clásicos en breve) para contribuir a la construcción de la memoria de los más jóvenes; esos que de ti tanto aprendieron y que desde un silencio tímido, como el mío, te veneran como aquello a lo que más se ama, que no es otra cosa sino aquello que, como tú, tanto nos enseña, pues quizás tanto hayas sufrido… y vivido.
Leyendo tus libros, estos se me antojan vasos comunicantes. Sus oraciones son como esos jardines de senderos que se bifurcan, de los que habla Borges. Así dices en Boceto de mujer: “Cuando un libro acabó de escribirse siente el autor esa tranquilidad que propicia la obra coronada. Con el tiempo aprendemos que no concluye nada definitivamente”. Pero dichos senderos, en tu caso, están marcados por un dolor existencial que emparenta tu obra con la filosofía poética de E. M. Cioran. Así, dices en Pensamientos audaces V: “¿Dónde encontrar la dicha? En la cima más alta de las dificultades y en el más hondo abismo de sollozos”; y tus palabras evocan aquellas cimas de la desesperación con las que el bohemio pensador rumano bautizaba una de sus más conmovedoras obras.
Dolor, emoción, desesperación, son conceptos que tienen suma importancia en tu obra, otorgándole una fuerza inusual. A través de tus textos, tu naturaleza de artista se presenta trágicamente atormentada, decididamente trascendente. Así, leemos en La naturaleza del artista:
Quien diga que la auténtica poesía (la que brota de la célula más íntima del cuerpo para que todo él no se diluya) es ejercicio lúdico, maldito sea. La poesía-poética, emocionética, ascética, sensualéti- ca, apocalíptica, sinestésica, dramática, alucinógena… es huella de cuanto penetró el círculo de fuego que rodea al poeta. Y eso significa vivir el peor drama. Pero hablo del poeta-poeta. No del muñidor de rimas, tañedor de arpas polvorientas para distraer a damas no-hacientes que se arrellanan en el escaño del vivir y ven pasar la vida frente a sus caducos ojos (sus vientres llenos de hijos de su precaria lujuria o de fermentados alimentos que solicitó su gula). Tampoco del que intenta suavizar el humor vinagroso que suscitó la vida —vivida en su quince por ciento— en el varón que careció de arrestos para vivirla plena. No debe contentar a niñatos consentidos ni a mocitas de buen casar ni a abortadoras ni a accionistas de lo que sea ni a prostitutas de domingo-para-mis-gastos. Ni ni ni… El poeta ha de ser purgaborrachos, lázaro de ciegos vitales, maestro de espíritus, arañador de la burla. Y hacer poesía tiene que ser sudarla por los poros como pasión fundida en cada verso; desollarse en aras de sí mismo y también de los otros (que a lo peor son nadie o a lo mejor son todo); evadirse en una especie de evaporación. Porque el poeta auténtico es ese intuitivo que intenta acercarse, braceando en la bruma, a la luz de la verdad.
Pero la verdad de la que hablas es, como diría Unamuno, tu verdad; aquello que la vivencia intensa ha grabado en tu alma haciéndola más sabia, pues son tus relatos y novelas, igual que tus “audaces pensamientos”, carentes de anécdota y peripecia fútil. Así las cosas, en Un perro para Judas o en Boceto de mujer contemplamos el envés de la hoja; la parte secreta e íntima de la maldita bendición del existir; los gozos y las sombras que día a día pulen el espíritu. Es tu literatura íntimo diario, odisea que se aleja del Ulises de Homero para abrazar complacida el de James Joyce. Tus textos adolecen de exterioridades; son ventanas al interior y jamás complacerán a quienes apetezcan chascarrillos y novelillas de rosáceos tonos. Tu obra es miscelánea autobiográfica, perfecta fusión de arte y artista, espejo a lo largo de un camino (espiritual). Novelas que describen esas vivencias que pertenecen a las moradas del mundo interior, cántico espiritual que mezcla lo místico y lo pagano. Más que la acción, tu obra nos plantea reflexión, pues a tus lectores no debe interesarles la violencia del golpe sino la huella sutil. No lo que mata sino lo que hace más fuerte. Y, en perfecta armonía con lo que acabo de exponer, se desarrolla también tu Crónica de la huida del tiempo. (Presentir. Pensar. Meditar. Cuán lejos de tan sanos ejercicios la sociedad actual, sumergida en la prisa, el caos. Vivimos en una superficie desazonadora a la que nos condena el ruido y la furia, la ausencia de silencio y la delicadeza; elementos necesarios para el ejercicio de introspección al que, Marco Aurelio revivido, invitas).
Uno de los grandes temas de tu obra es el dolor (que despierta la experiencia de la vida) como camino de conocimiento.
“El arte de morir ha de ser aprendido —igual que casi todo— a fuerza de dolor (…) Bien es cierto que la peor tortura es la que cada cual se inflige a sí mismo. No resulta sencillo recatarse de la brutalidad con que la vida intenta desquiciarnos”, dices en tu Crónica de la huida del tiempo. El dolor a que te refieres es ese que nos transforma pero que no nos anula. Ya decía Nietzsche en La gaya ciencia: “En su más alto grado, el dolor engendra impotencia”. También dices tú en alguna parte: “No queda ya otro recurso sino rogar al mundo que no la trate mal puesto que no podría soportarlo”.
Asumes con suficiente valentía que el Yo es metamorfosis. No compartes la tragedia de Gregor Samsa dado que aceptas la inexorabilidad del cambio, aun a regañadientes. Pareces seguir el sabio consejo de Gilles Deleuze, para quien somos hijos de los acontecimientos, pues hay que asumir lo que nos ocurre; hacernos dignos de aquello que nos acaece. Hay que convertirse en actor de nuestras desgracias dado que somos protagonistas de nuestras vidas. En suma, como el héroe de las manifestaciones épicas, hay que afrontar el dolor y el miedo. Vuelvo a tu Crónica de la huida del tiempo: “No desea que la cobarde abulia la anquilose. Se resiste a ser la vieja desvalida que en silencio aguarda la terrible visita”. Y eso, a pesar de la irreversibilidad del transcurrir del tiempo: “Es el tiempo insondable, insobornable, impío, irreversible…”. El héroe se construye poco a poco, afrontando la hazaña, al igual que el individuo, tras la experiencia inevitable del dolor. “Arduo no nacer de una pieza y deber construirse como un puzle”, dices. Así logras una obra épica (del espíritu) por lo que tiene de lucha desde dentro. Muestras el inevitable proceso de desgaste y cansancio, de donde surge el saber, y hablas de que “fuimos rosas. Poco a poco nos robaron los pétalos”. Sin embargo, eso no significa que la flor no contenga belleza, simplemente se convierte, quizás, en esa concha de caracol a la que te refieres: “La mía se va haciendo cada vez más áspera y más dura. En ella permanezco acurrucada porque ya no soporto el trato mundanal”. La belleza de un barroco decadente e ingenuo se desnuda hasta ser la elegancia espartana a la cual envolvía. La florida rosa ocultaba la consistente simplicidad de esa coraza que se hace necesaria para afrontar las mordeduras.
De la lid vital se desprenden tres consecuencias que completas con tu característica prosa poética, siempre retrospectiva:
El sufrimiento puede llevarnos al ejercicio de la mal- dad: “Cuanto sufrimos nos va modificando y a algunos los hace volver malos”.
La vida termina por domar a la persona: “Al constatar que agachaba la cabeza y que sus sueños eran cada vez más humildes —incluso inexistentes— comprendió que la vida la domó . ¿Es la misma que pretendía mutar el universo?”.
El dolor puede conducir a la locura: “De su locura no siempre es responsable el que la sufre. A veces la indujeron —con su egoísmo, con su falta de tacto o crueldad— quienes estaban cerca. Y dañamos también incluso sin quererlo”.
Así, quizás, el consuelo se halle solamente en la filosofía (“Es estoica a medias”) o en la religión; rezando a ese Dios sufriente, en perfecta consonancia con quienes alzan, derrotados, sus oraciones. De la solución adoptada surge bien el héroe bien el santo. Los contrarios a dichas soluciones parecen ser esos muertos en vida que nos circundan. (“No quiere ser de esos que —muertos antes de que la muerte les llegara— se apesadumbran al comprobar que nunca han vivido. Nadie les enseñó cómo se hacía”).
No quiero concluir esta carta (en la que he pretendido plasmar un discreto pero honesto texto, pues el fuego de lo auténtico es lo que, por su pasión, más nos convence o, al menos, más nos conmueve) sin volver a llamar la atención sobre el estilo de tu escritura. Decía más arriba de un barroco ingenuo y decadente se desnudaba hasta ser la elegancia espartana a la que envolvía. Si esto ocurre en el plano del contenido, lo mismo podemos decir atendiendo al plano de la forma. En este tiempo de fastuosidades, afectaciones y va- cías arrogancias estéticas (o, por el contrario, simplicidades chabacanas), llama la atención la clásica elegancia de la que haces gala. Armonía mesurada que nos retrotrae no solo a Cicerón, Séneca, o al ya citado Marco Aurelio, sino incluso a la placidez renacentista de un fray Luis, cuya escritura también era labor de delicada selección, esmero y pulimento, ayudando a que la belleza del concepto no quede empañada por la frondosidad del fondo.
Afectuosamente

 

La dimensión lírica de Encarnación Ferré por Mario Ángel Madorrán

Comentarios de Mario Ángel Marrodán  (En correspondencia privada)

Comenzaré diciendo que los poetas estamos encarcelados en unos cuantos libros; luchando y amando con los versos para desbordar a la indiferencia, pero solo es un intento. En el grano de nuestra siembra se esconde la ternura del poeta. Un poco quijotes, marionetas, maníacos y a veces líderes, no olvidamos la fuerza de oposición que tiene contra nosotros el oro y el pesebre, mas no por ello renunciamos al don de escribir. (Recordemos la epidemia de pedantes en sumisión y medra que nos rodea; que hay aquí y ahora. Colaboramos desde lo independiente con el pueblo. No perdemos por ello un ápice de intimidad elaboradora. Respiramos mejor y más seguro así, sin mandatos oficiales, que son los que hacen menos meritorio nuestro esfuerzo. Ese esfuerzo hecho milagrosa realidad en las letras de molde; aquellas que nos dan buena salud y nos permiten no enfermar de asco.

Continuaré diciendo que nuestra potestad es de roca. La roca Tarpeya del escritor. De roca debe ser nuestro pecho para aguantar tantísimo a los inclementes asesinos de la belleza en la charca de la creación que dan la espalda al mensaje. Pero no claudicamos. No podemos ni debemos claudicar porque sucede que, ahora que el hombre de verdad tiene un dolor amargo en el alma, una amargura personal en su corazón, ahora más que nunca el hombre necesita de la protección poética con que bien acompañar a su negra soledad. A la varita mágica de la buena voluntad considero el mejor tributo femenino para ennoblecernos y hacernos, a los hombres, algo así como entes sensibles, patrimonios simbólicos, diosecillos terráqueos…

Terminaré diciendo que nos dicen que sobramos, pero no nos vamos. Seguimos porque tenemos que seguir. No nos quieren, nos detestan, pero nosotros les amamos y les cantamos. Aunque el absurdo y rutinario mundo de ahora resulte imposible meter en el poema, los poetas pretendemos el milagro. Los poetas-gaviotas cuando el caballo mercantil cojea. Los poetas-huerto para que no se derrumbe la murallas. Los poetas-alba que hacen sobre un mapa de amor más socorrida, más anímica y más diurna la vida. Tenemos derecho a disponer de una antorcha, a pulir la joa que nos ha sido encomendada. Cuando la dignidad literaria es camarada de la dignidad humana, las páginas ilusionadas de los que estamos un poco locos -pero a gusto de serlo- redoblan intencionadamente por encima de todo y de todos. Por eso hago mío y comprendo el solemne propósito de nuestra canción volandera: proseguir en alto vuelo poético.

A tenor del móvil de mi estimación que a la obra de Encarnación me impulsa; esa obra que degusto con verdadero deleite (tanto en el intimismo que en ella subyace cuanto en su enjundiosa entidad lírica), me asalta el atónito espasmo de la revelación subconsciente de esta asombrada y asombrosa poeta, hija de la desvivida pasión por aprehender un lenguaje que pugna por no desertar de sus emocionales estremecimientos. Temas trascendidos que le advienen a su autora de la hipnosis de sus desvelos entre oníricos y a sabiendas de que las ideas y los conceptos son necesariamente válidos para entramar la estructura formal del poema.

Por rigor ético, oso desenterrar la víscera del ente autor de este libro endiabladamente fustigador, que nos hiere y maltrata. Porque sirve de ejemplo de una audacia al desnudo. Audacia de dama que, con acerados sarcasmos, se hace de uno mismo y se comparte, en muy buena forma de libro gratificante y apto para remover olvidados estímulos.

La obra lírica de Encarnación Ferré, con buen criterio estético, se cimenta en la cuestión palpitante de su original personalidad literaria. Nos alumbra como el sol y nos guía como la buena estrella. Un alma que se explaya con otra alma: esta es su poesía; voz de gran altura y sentido<, relevante, a la vez que tierna y efusiva. El espíritu poético de la autora se manifiesta con delicadeza pero sin fingimiento. Esto es, con fina sinceridad. Autora que es propietaria de un estilo poético controlado por la sensualidad confidencial, tal como la buena literatura lírica reclama y exige.

(Aquí me haré eco de la historia de su elaboración.) Encarnación Ferré lleva impreso el deseo de motivación como estilo de creación humana. La entrega presenta el entusiasmo aunado a la belleza de la palabra, la preocupación junto a las aves voladoras de la forma imaginativa. Por tanto, este intercambio entre cosmos y espíritu viene bien al arduo propósito de la solidaridad poética para superar la chatarra de nuestro presente.

La trayectoria de la obra poética de Encarnación Ferré no admite parentescos ni opción a ficharla o encasillarla en una escuela determinada, cultivada por la mayoría de los poetas. La fidelidad a sí misma afirma, desde lo recio del mensaje, una corriente estilística y temática que lo clarifica, que lo enriquece, que hace consiga nuevas formas de personal parentesco.

Este libro lírico de Encarnación nos proporciona en su lectura un primor de intimidad, junto a una fervorosa memoria de su corazón. Todo lo cual ocasiona la relevancia particular de esta escritora. Del amor infinito es un regalo espiritual en cuyo contenido se transmuta la mente, se embarga, por su vigor, belleza y altura conceptual. Aquí el poeta se da cálida y encendidamente -por esa fuerte atracción que ejerce, por la magnífica eclosión poética que impacta- sabiendo que solo poetas como ella pueden traer al mundo la verdad, el amor y la belleza con fuerza expansiva y elección imaginativa, reflejo interior de la búsqueda personal del conocimiento. Aquí se habla del amor como de un fruto-trigo que florece en los campos y se inunda también de olas marinas y peces de colores, de redes y de alas ilusionadas. Siempre en el dolor hay un gran deseo: su liberación próxima y temprana.

Encuentro que estas son las notas esenciales de su poesía: la intimidad (con carga vitalista y muy empapada de la búsqueda esencial del misterio que conlleva la vida), la prueba suprema del problema esencial del hombre genérico, la muerte total, donde uno se queda conmovido con lo que Encarnación dice. Y la aparición de la esperanza y su sentido, o, al menos, al anhelo de ella.

A puñados del corazón, superando lo manido de antes y la ñoñería novísima, ofreciendo una plena aportación de autora con claras raíces llevaderas a la comunicación de sueños y secretos, filosofías del amor, bellezas y mensajes, introduce a su lector en la comunicación polipoética. No en vano Encarnación apenas si goza de pausa, lo que evidencia que la poesía es un espejo en el cual el poeta se mira y constata su decadencia vital como ser humano, pues, a medida que pasa el desbordamiento, llega la crisis otoñal, pero no tanto como para cerrar el ciclo poético de la autora.

Su poesía se sustenta, ante todo, por el sentimiento que pone para versar poemas de un interés humano y en pro de un mundo algo mejor, mucho mejor, que el nuestro. Versos emblemáticos, capaces de hacernos comprender que la belleza por la belleza no es lo verdadero, si no corriese la sangre humana por debajo de la palabra del poeta. Sus poemas están llenos de experiencia vital, en luz y en sombra, en risa y lágrima, en amor y dolor, y están escritos con rigurosidad implacable. En sus versos hay una gran agitación metafísica, una gran pregunta a la que solo puede responder la Fe, una especie de denuncia sin remedio. Tolerante con todos, cual se debe ser, como poeta exige únicamente una conducta intachable en la vida de todos los días. Preñados de belleza y sustancia están sus poemas. Su esencia femenina presentada en versos, corrobora que a lo más hondo y humano de los afines sentimientos se conecta por media de un “fusible” que permanece al dictado de la mente seducida por el milagroso encanto de la inspiración. Entre mil sueños, que a veces la inundan y otras la desvanecen, sentada ante la página en blanco, invita a otras vidas ávidas a participar de la suya: una especie de contacto ideal en que buscar cobijo. Cuando se encuentra en silencio -en ese diálogo consigo misma, en esa dialéctica íntima; con la pena que inunda y el pesar que avasalla- ansía una existencia muy difícil de hallar, de encontrar y alcanzar. Por eso nos descifra su interior; para que la conozcamos mejor a través de las controversias escritas de su ser.

Su dedicación creadora la hace poseer una importante y sostenida calidad que yo saludo como singular valor dentro de las apariciones de los poemarios originales. Nos ofrece en sus versos algo tan notorio que es digno de merecido reconocimiento. Para mí, su alma reflectante de la creadora-escudriñadora avanza hasta diseccionar la imagen interna. El lector atento encontrará los parpadeos de un corazón vívido en poesía. De un retrato viajero cuya voz personal la distingue.

La tarea de esta autora dispone de un riguroso y modelado bien decir. Yo, atento siempre a su don expresivo, me deslumbro ante esta sustancia poética que la acompaña, ante la filmación elegíaca de su íntima humanización, que traduce en el clamor telúrico del verso. Poesía de dimensiones altas y largas, de sentimiento y reflexión, entre oceánica y clamorosa. Incansable brega que deja sus huellas en el misterio-destino de la Lírica. De una lírica de sensaciones que se desgranan en ella y sobre ella como las hojas de un árbol, con la tristeza aparente (que no creo sea por la vida en sí misma sino por su constatación de lo efímera que es. De forma que creo que la poetisa ama mucho la vida y saborea cada instante).

Nadie acierta a definir a la Poesía pero la de Encarnación Ferré está intuida y captada con hermosas y sugestivas imágenes, bajo un cariz filosófico-reflexivo y con ritmo interno elaborada. Perfecta cada pieza. Así me parecen sus poemas, pues pocas líneas hay que no contengan pasmosos aciertos de imágenes o de pensamiento. Cala en quien la lee. Cala por el mensaje que transmite, que es el de todos, en su materia versal. Dueña de una fuente inagotable de creación poética. Deslumbrante, profunda y conmovedora a un tiempo. Son ideas que, en unión con la forma, logran esa poesía que a mí tanto me gusta por ser original, infrecuente. Su filosofía interna me asombra. La admiro! Como un grito pronunciado desde la colina, su verso se identifica con la resonancia bíblica de la inspiración, en gran hondura y sentimiento. Lo angustioso y vital del poeta tienen cabida en su mensaje. El trabajo sublime palpa -noche a noche, recinto a recinto, en cuarto oscuro o en rincón clandestino de ruidos y vasos-, en la inflexión propia, el sentido de la subjetividad lacerada. Su apoyatura a la vida hace que el tono produzca una experiencia entrañable bajo una rara evaluación de palabras inventadas como luciérnagas por la supervivencia. Desde la intimidad donde parapetarse, ella escribe libremente, superando padecimientos, y nos procura un brindis ab imo pectore, cuyo signo de valor irrenunciable proporciona la lírica mutación de una mujer en palabra aguda e inequívoca, en victoria sustancial divisada aunque sea desde el pequeño promontorio de la literatura.

Convertida, según se tercie, en poeta, prosista o dramaturga, sus tres plataformas de autora, Encarnación Ferré queda en sus trabajos como una crónica elegida del mundo y para el mundo; como un estilo ensimismado pasando páginas de secretos en medio de relámpagos; como una persona en estado de ánimo alineante o como una flor acicalada de complacencias y relumbres.

Aplaudo su quehacer, sin olvidar que la terca y ennoblecedora voluntad es signo de hondura y de esperanza, siempre a sabiendas de que la aventura exigente de la palabra escrita es ante todo una realidad terrestre que no ha de desprenderse de sus alas soñadoras. ¿Es que, en el fondo, existe mayor ahínco y más intenso arraigo de alma que el beso urgente de belleza y amor? Toda la tentativa sobre las residencias en lo cotidiano conlleva su subida a la emoción de las raíces.

Insisto en el hecho de que late y vibra su sustancia de mujer literaria y carnal  persona superando a la sociedad mediocre, mercachifle y politiquera que nos rodea implacablemente. De una sociedad que lo mismo aporrea el silencio que el grito, pues las tormentas amenazan los mismo desde dentro que desde fuera, pero Encarnación Ferré ha sabido poner su canto a salvo y buen recaudo en la comunicación con los demás, esos que somos sus devotos lectores.

Con el fervor de mi afecto firmo estas líneas como acendrado homenaje a la gallardía de esta fémina de las Letras, de quien elogio su poder literario junto a la evolución de su personal y grandioso espíritu, por haber obtenido en su persona y en su obra la distinción espiritual de su talento.

Mario Ángel Marrodán

Poeta

Artículo de Fernando Aínsa

Pueblicado en  * Revista Crisis, Nº 09, Junio 2015 (Páginas 85-86)

 

EL INEVITABLE VIAJE A LAS BODEGAS DE LA DESOLACIÓN

DE ENCARNACIÓN FERRÉ

Inicialmente, la lectura de esta obra de Encarnación Ferré demuestra que no es este un viaje en vano, ni gratuito, ya que los géneros literarios más diversos pueblan sus páginas, donde los recursos narrativos y poéticos se despliegan e intercambian con solvencia. No faltan reflexiones filosóficas como la inicial: “Principio y fin son una misma cosa. Recorremos un túnel al nacer y a otro nos asomamos cuando la vida acaba”; consejas prácticas: “Quedémonos aquí, pues que al que camina sin saber dónde va debe darle lo mismo avanzar, ir despacio, no moverse. Todo, menos pisar de nuevo las huellas que dejó”; sugerentes aspiraciones: “Debiéramos poseer un sexo la mitad de nuestra existencia y la otra mitad otro”; o interrogantes metafísicas:”¿Dónde están quienes fueron proyecto pero nunca llegaron a existir?”.

En esta suerte de viaje iniciático, la memoria desempeña un papel fundamental, ya que tan solo ella “tiene capacidad para hacer vivir de algún modo a los muertos” y está presente en los tres textos que componen el libro: Viaje al interior, Crónica de la huida del tiempo y Poema de invierno[1]. Memoria dolorosa, triste comprobación de que “cabía esperanza cuando había futuro. Ahora no lo hay”, o su variante “Ahora, figuras del pasado vagan difuminadas. Maniquíes son”.

 Una lectora traslocada en personaje

Relato fantástico con animales antropomorfoseados como la gata Olimpia, que acompaña a Iris y su madre, la Alondra (“instalada en esa esfera ucrónica en ka cual ya no cuenta el calendario”); este exilio ascendente a la gruta escondida en lo alto de una montaña es “una sentida elegía por la desaparición de la madre”, como sugiere José Luis Calvo Carilla en el prólogo. Se trata de un viaje interior no solo de sí misma, sino un territorio que se explora reelaborando textos clásicos que Encarnación Ferré conoce bien por haberlos divulgado para estudiantes de secundaria (Clásicos en el aula, 2015).

¿Novela alegórica, novela lírica, texto poético donde se pueden escuchar “murmullos con poder inmenso de realidad”? Viaje al interior es todo ello y se debate entre diálogos filosóficos y de sabiduría popular expresada en dichos y refranes con que se adereza un texto de no siempre fácil lectura, ya que la lectura, a su modo, es también protagonista. “Leer es traspasar fronteras hacia lo excepcional. Y, una vez cruzadas, ves los rostros y escuchas las voces de seres impalpables que pueblan los escritos”, se nos dice a modo de invitación, por lo que la lectura de la nouvelle de Lito y Turuleque que se intercala de forma fragmentaria en el texto, provoca en Iris un original deseo: introducirse dentro de aquel libro. Para ello busca “resquicios por los que penetrar”, esa “frase delatora” que marque el punto exacto en que confluyan ambos universos. Cree así descubrir el “poro por el cual es factible penetrar” y llega a sentir la fuerza irresistible que succiona su cuerpo y produce la traslocación.

La gata Olimpia, pragmática y poco idealista, considera que tal pretensión la condenaria a ser una extraña y que no hará otra cosa que perderse por los vericuetos que tiene cada época y lugar. En resumen: “Te sentirás presa de una soledad irremediable”, “Soy esa mujer que leyendo un libro ha penetrado en él”, se dice Iris después del momentáneo éxtasis del que regresa tras haber formado parte de esas páginas que “se autopergeñaron sin que ninguno acierte a saber cómo ni cuándo ni por qué”. Ante el desorden de hojas de un libro que van sueltas y carecen de numeración, donde es difícil conocer si aquello que se lee ha sucedido antes o después de lo ya leído, Iris busca huellas de su  paso en el libro que está leyendo para toparse con personajes ubicuos que están al mismo tiempo en las hojas de los libros y en la vida real o con lectores que quieren olvidar un mal libro que han leído y se lavan con frecuencia la cabeza, tratando de borrarlos de su memoria sin lograr hacerlo: el libro sigue allí, incrustado.

 Un profundo desasosiego

En Crónica de la huida del tiempo Encarnación Ferré prolonga el “diálogo socrático” anterior, consciente de que “doy pasos y tal vez no los doy porque, aunque camine, no voy a ningún sitio. No hay lugares que logren complacerme”, insatisfacción y desasosiego que la embarga para preguntarse “¿por qué aspiramos siempre a lo que no tenemos?” y sufrir la “contorsión de anhelar estar donde no estaba”.

Un desasosiego sobre el que sobrevuela la muerte -la Desdentada, la Dama-, sombra ominosa que está omnipresente y para cuyo desafío inevitable hay que aprender “el arte de morir”, a fuerza de dolor, sabiendo que “todo, sin excepción, debe acabar más tarde o más temprano”. En definitiva, no somos más que “barcas que van hacia la mar con las bodegas llenas de dolores”, aunque pueda ser “dulce morir abrazado a un recuerdo”. Sin embargo, morir no es fácil, ya que no basta con quererlo para que se evapore el alma.

Los interrogantes se multiplican: “¿Morir será ceñirse con fuerza a lo que amamos, o, al marchar al inmenso horizonte, habrá que renunciar a los mundos minúsculos que dentro nos habitan?”; “¿Durante cuánto tiempo pude alguien mantenerse en combate con él mismo?”. Se trata de encontrar respuestas que “espanten la sospecha de vivir para nada”.

“Abrumadora confesión” que Ferré prolonga en Poema de invierno, ya que “hay cosas que contadas son insignificantes pero calladas matan”. Mientras va dando “zancadas hacia el camposanto”, el espejo es testigo de su decrepitud y “refleja la huella que dejó cada noche de llanto”. Se trata de sobrevivir del modo menos doloroso posible, pues “conocer provoca sufrimiento”, aunque se imponga, poco a poco, el inexorable: “¡Es hora de partir!”, sabiendo que “solo mi equipaje interior podré llevar conmigo”.

Con voz resignada en este Poema de invierno, estación terminal de la vida, Encarnación Ferré insiste en que no hay desazón que valga. La muerte no debe ser buscada:”Ella nos hallará. Es infalible. La muerte nos habita”. De nada vale el esfuerzo por seguir en la proa -nos dice a modo de final advertencia-, ya que “se hace inevitable bajar de vez en cuando a las bodegas de la desolación”.

 Mi propio “viaje interior”

Confieso que no he leído todavía la recomendable Saturna (2005), ni las Memorias de una loca (1993) de Encarnación Ferré. Al término de la lectura de este Viaje de la prosa al verso, me digo que mi propio “viaje al interior” de la obra de esta autora, que descubro a partir de una profunda simpatía personal en el trato amistoso y afable que me procura compartir con ella los avatares de la revista Crisis y la Editorial Erial, está inconcluso. Me hago el propósito firme de leerlas y, tal vez con suerte, como la que tuvo Iris en Viaje al interior, poder penetrar en sus páginas y permanecer en ellas con la misma satisfacción vivida en esta oportunidad.

[1] Estas tres obras aparecen publicadas juntas en el libro Viaje de la prosa al verso de Encarnación Ferré. (Erial Ediciones. Zaragoza, 2016).